Castro, Miguel Ángel
Entre templarios, charros y autodefensas
En el ocio del mes anterior, me refería al ingenio o capacidad, casi de carácter nacional, de injuriar al prójimo con la imposición de un apodo o de un sobrenombre, que cuando es resultado de un aprecio y una querencia, lejos de ofender ratifica una camaradería o una complicidad y confirma un carácter, una imagen y una personalidad. Así lo han entendido quienes integran grupos, equipos, conjuntos, bandas y organizaciones de diverso orden social y moral. Desde escolares, que si bien suelen divertirse con esos bautizos populares, pueden llegar a la tragedia, como sucedió en días pasados pues por tal motivo comenzó una riña entre dos jóvenes en un andén del metro que tuvo funestas consecuencias, hasta deportistas, artistas y políticos, quienes, se dice, pagan el precio de la fama. Elegir un nombre, lo sabemos, es reconocer y afirmar una identidad, un sistema de valores e intenciones, claro, entre muchas otras cosas, como probablemente consideraron quienes se asumieron como, templarios, distorsión del noble origen de la palabra pues, como ya observamos de la mano del Conde de la Cortina no era compromiso menor para aquellos creyentes caballeros medievales formar parte de esa congregación. En el siglo Diecinueve en este país la inseguridad era, como hoy, un tema recurrente. El bandidaje o bandolerismo afectaba el tránsito de las personas, dificultaba el tráfico de las mercancías y, naturalmente, impedía la ilustración de las comunidades. Viajar era una peligrosa aventura…