Vega-Gil Rueda, Armando, 1955-

Moliére

La verdadera vocación, ese quehacer para el cual tenemos talento, con el cual podríamos desarrollar toda nuestra destreza y capacidad de creación y deleite, suele ser una virtud contra la que luchamos encarnizadamente. Y es que el condicionamiento al que nos someten desde que tenemos uso de razón suele decirnos que aquella humilde, diminuta actividad para la cual hemos sido diseñados en el fondo de nuestras entendederas y habilidades, físicas y espirituales, no es una actividad notable ni bien recompensada, cuantimenos honorable, y así tratamos de huir del jardín trasero de nuestro ser -al cual deberíamos regar a diario con el agua de la entrega apasionada- en busca de otros quehaceres que nos envilecen o pudren el alma, pero que nos dan prestigio o dinero o nos colocan en escalas sociales a las que en el fondo no pertenecemos. Peor aún, a pesar de nuestros deseos, somos condenados a dedicar nuestro cuerpo y alma a satisfacer los deseos de otros, de los poderosos, de los opresores que nos vuelven sus esclavos, aunque incluso en la maldita esclavitud existen huecos de tiempo y espacio en los cuales podríamos volvernos a ese jardincito personal del que Rousseau nos hablaba, ese que debemos cuidar y cultivar para contribuir a la edificación de un mundo mejor y más bello, pues si todos lo cuidáramos, sus parcelas se encontrarían en los traspatios del mundo esperándonos para retozar y correr por ellos, pero ¡ay de aquel que se propusiera pisotearlos!