Nota de sumario, etc. |
Resulta difícil comprender, justificar, mucho menos perdonar, el papel de las esposas de quienes inflingieron abusos y dolor en propios y extraños. Me refiero a los casos conocidos de Nancy Garrido, la mujer de Phillip Garrido, quien secuestró a Jaycee Lee Dugard cuando ésta tenía once años y tuvo dos hijas con ella, y Rosemarie Fritzl, esposa del, monstruo de Viena, que mantenía a su hija Elizabeth en cautiverio en el sótano de su casa. Las historias resultan escalofriantes y asombran hasta la indignación por cuanto los límites del mal se ensanchan en la esfera de lo cotidiano: en la parte trasera de una casa en Antioch, California, o en el sótano de Amstetten, a menos de doscientos kilómetros de Viena. Los primeros acusados son ellos, los perversos, pero enseguida los reflectores se encargan de ellas, de las amas de casa, de las esposas que preparan alimentos, lavan la ropa, proveen de cuidados a hijos propios y extraños, asumidos como parte de la familia. En ello radica gran parte de la perturbación que provocan estos casos: se dan bajo esquemas de familia. Nancy, una vez detenida a finales de agosto de este año, dijo que quería a las hijas de Jaycee, de quince y once años, y que también quería a Jaycee, para ellos Allissa, ahora de veintinueve, madre de esas dos criaturas retenida en el campamento improvisado detrás de la casa de los Garrido. Rosemarie, quien ha alegado ignorar lo que ocurría en el sótano de ochenta metros cuadrados debajo de su casa, donde vivió Elizabeth con tres de sus hijos durante veinticuatro años, era en el piso de arriba la abuelita amorosa de aquellos otros tres pequeños que, según Josef, la hija Elizabeth había dejado en la puerta de casa. |